La Contrareforma fue el movimiento de la Iglesia
Católica Romana en los siglos XVI y XVII que trató de eliminar los abusos
dentro de alla y responder a la Reforma Protestante. Hasta hace poco los
historiadores tendían a insistir en los elementos negativos y represivos de
este movimiento, tales como la Inquisición y el Índice de Libros Prohibidos, y
a centrar su atención en sus aspectos políticos, militares y diplomáticos. En
la actualidad muestran un mayor reconocimiento por la gran espiritualidad que
animó a muchos de los dirigentes de la Contrareforma.
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El siglo anterior al estallido de la Reforma se caracterizó por una
creciente y generalizada consternación por la venalidad de los obispos y su
participación en política, la ignorancia y superstición del bajo clero, la
laxitud de las órdenes religiosas y la esterilidad de la teología académica.
Los movimientos para el retorno a la observancia original dentro de las órdenes
religiosas y la actividad de abiertos críticos del papado, como Girolamo
Savonarola, fueron síntomas de los impulsos para la reforma que caracterizó a
sectores de la iglesia católica durante esos años.
No fue hasta que Pablo III se convirtió en Papa en 1534 que la Iglesia
Católica Romana tuvo el liderazgo necesario para coordinar esos impulsos y
hacer frente al desafío de los protestantes. Este Papa aprobó nuevas órdenes
religiosas, como la Jesuita, y convocó al Concilio de Trento (1545-63) para
hacer frente a las cuestiones doctrinales y disciplinarias formuladas por los
reformadores protestantes; los decretos de ese Concilio estableciendo creencias
y prácticas dominaron el pensamiento católico romano durante los próximos
cuatro siglos. Pablo III, como también sus sucesores, comprometieron asimismo
recursos papales a la acción militar contra los protestantes.
La Contrareforma fue activista, marcada por el entusiasmo por la
evangelización de los nuevos territorios descubiertos, especialmente en
Norteamérica y Sudamérica; por el establecimiento de escuelas religiosas, en lo
que los jesuitas tomaron la iniciativa, y por la organización de obras de
caridad y de catequesis bajo la dirección de reformadores como San Carlos
Borromeo. Algo paradójicamente, también hubo un renovado entusiasmo por la
contemplación, y la época produjo dos de los mayores representantes del
Misticismo: Teresa de Jesús y Juan de la Cruz.
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